sábado, 3 de marzo de 2018

EL "GUASAP" TIENE GUASA



Hace algunos fines de semana mi hijo, que me había asegurado que sólo salía a despejarse y que volvería pronto, no vino a dormir a casa. Cuando por la mañana noté su falta, lo llamé por teléfono para ver dónde había tenido a bien plantar sus reales, pero el aparatejo estaba apagado o fuera de cobertura. Es ya mayor de edad, responsable, y no iba a correr a la policía a denunciar su desaparición, ¡sería absurdo! Además lo más sensato era pensar en un cambio de planes y un móvil que se queda sin batería. Sin embargo, hasta que no lo vi entrar por las puertas no me quedé tranquila. No es que sea una madre controladora (lo que no quiero para mí no lo quiero para nadie), pero en casa solemos avisar al resto cuando no vamos a aparecer por la noche por mera consideración, por eso le pregunté que por qué no lo había hecho. Su respuesta fue que me había puesto un mensaje por esa conocida aplicación de mensajería rápida que la inmensa mayoría de usuarios de telefonía móvil tiene descargada. Y en efecto, así era: "Mamá, duermo con X, no me llames que se me está acabando la batería".
¿Qué había pasado? Pues que su mensaje se había perdido debajo de una montaña de notificaciones, unas necesarias, como la de su hermana advirtiendo de algo similar o la de unas amigas con las que había quedado esa noche y me decían el lugar exacto de la cita, y la mayoría completamente superfluas y absurdas: el enésimo mensaje sobre lo que ganan los ministros y lo que cobran los jubilados (que sí, que es sangrante, pero lo sé de sobra y no necesito que me lo envíen cuarenta contactos al mismo tiempo); la cadena que ni después de haberme bebido Jerez, los Puertos y la Rioja juntos voy a pasar sobre lo estupenda que estamos las mujeres después de los cuarenta o esa otra, que ya ni tras haber acabado con todo el suministro de absenta de los ejércitos de Luis Felipe de Francia reenviaría, para que San Cucufato o el santo que sea me dé suerte; el mismo chiste facilón y tonto que te envían todos aquellos que se creen muy chistosos y que todavía no se han enterado de en qué parte de su anatomía tienen la gracia ni de que ese tipo de cosas en vez de una sonrisa pueden sacar lo peor de mí; bulos varios, a los que a estas alturas ningún adulto debería dar crédito; invitaciones masivas enviadas a troche y moche a toda la lista de contactos para actos a los que no voy a asistir, primero porque no tengo tiempo y segundo porque ya sólo respondo a invitaciones personalizadas en las que alguien se molesta al menos en escribir mi nombre y un "me gustaría que me acompañaras"; y hasta un poema de alguien que debe pensar que todos aquellos de cuyos números de teléfono dispone no pueden pasar sin su última ocurrencia.
Y es que creo que con tanta mensajería y tanta aplicación hemos perdido el norte y las formas. En el año 2004, una convocatoria por SMS desenmascaró las mentiras de un gobierno e hizo que un partido perdiera las elecciones, y la Primavera Árabe no habría tenido lugar sin esa novedosa forma de comunicación que son los dispositivos móviles, ejemplos que ponen de manifiesto el poder que pueden llegar a tener tales herramientas. Pero, desgraciadamente, con ese poder ha pasado lo mismo que con el amor al que cantaba "La más grande": que se ha roto de tanto usarlo. Hace unos años, un SMS costaba dinero por lo que enviarlos a cascoporro podía significar un susto morrocotudo al recibir la factura de la compañía, así que la gente se lo pensaba dos veces y sólo mandaba aquello que verdaderamente era necesario. Si recibías una convocatoria, tenías la certeza de que el asunto merecía la pena y más si llegaba de la mano de más de un contacto. Pero ahora, lo más seguro es que, lo mismo que ocurrió con el mensaje sabatino de mi hijo, ni siquiera lo vieras porque se perdería en medio de capas y capas de hojarasca inútil, de advertencias que llevan meses circulando, de historietas gastadas y de una surtida variedad de homenajes al ego.
Y es que no acabamos de aprender. Cuando, a inicios de la centuria, el personal empezaba a acceder a la red, había que temer a aquellos amigos que se estrenaban en las ciberlides del correo electrónico pues, con la furia del converso, no paraban de reenviar todo aquello que caía en sus bandejas de entrada, desde la famosa lista en defensa de la libertad de vestimenta de las mujeres afganas (que resultó ser una estafa para recoger direcciones de correo) hasta los ya obsoletos power point con imágenes y música evocadoras y textos para hacer pensar, que a mí me resultaban un trasunto digital de los póster de mi adolescencia. Por fortuna, el fervor los abandonaba pronto y poco a poco, notabas cómo sus envíos comenzaban a decaer y podías descansar hasta que otro conocido tomaba el relevo. La normalización de esta forma de comunicación y el hecho de que ahora hasta mis gatas tengan una cuenta de correo han hecho, venturosamente, desparecer este fenómeno y ya sólo ciertas empresas hacen esos molestos y poco deseados envíos.
Pero no cantemos victoria porque quien nace pesado se muere jartible y si no da la lata por un sitio, pues se va a darla por otro que es todavía peor. Antes, para mandar un correo, había que esperar la hora de la tarifa plana, sentarse delante del ordenador, abrir la cuenta y buscar aquello con lo que hacerse por milésima vez en la semana presente a los amigos. Ahora todo es más simple porque el dispositivo móvil nos acompaña a todas partes y para muchos, el guasap, que tiene guasa, se ha convertido en la distracción favorita mientras van en el autobús o esperan la cola en el supermercado. Y eso por no hablar de los grupos, que como las armas, los carga el diablo.
En mi opinión, sólo se trata de algo tan simple, pero al mismo tiempo tan escaso, como la sensatez y la cordura. Si no me invitas a una cervecita para de paso contarme el último chiste que has oído, si no te tomas un tiempo para llamarme por teléfono y comunicarme personalmente que haces una actividad, si no te paras a comentar conmigo lo mal que va el mundo, lo corrupto que son nuestros políticos o la injusticia que se está cometiendo con nuestros mayores, si no me dices, a mí, por mi nombre y mirándome a los ojos lo importante que soy para ti y que me consideras un ser especial, por favor, deja de darle al pulgar para mandarme la misma historia que a todos los que están en el elenco de tu celular. Si quieres difundir todo eso, ponlo en tus redes sociales o imprime carteles y pégalos por tu barrio o haz pasquines, pero, por favor, deja de martillearme con lo mismo que me martillean cincuenta, que no necesito ni que me digas lo mal que está el mundo, que ya lo sé, ni que me cuentes la última gracieta que corre por las redes, y que lo mismo a mí puñetera la gracia que me hace, ni que me digas que soy lo mismo de especial que son todos aquellos que un día te dieron su número de teléfono.


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