Hace algunos fines de semana mi hijo, que me había
asegurado que sólo salía a despejarse y que volvería pronto, no vino a dormir a
casa. Cuando por la mañana noté su falta, lo llamé por teléfono para ver dónde
había tenido a bien plantar sus reales, pero el aparatejo estaba apagado o
fuera de cobertura. Es ya mayor de edad, responsable, y no iba a correr a la
policía a denunciar su desaparición, ¡sería absurdo! Además lo más sensato era
pensar en un cambio de planes y un móvil que se queda sin batería. Sin embargo,
hasta que no lo vi entrar por las puertas no me quedé tranquila. No es que sea
una madre controladora (lo que no quiero para mí no lo quiero para nadie), pero
en casa solemos avisar al resto cuando no vamos a aparecer por la noche por
mera consideración, por eso le pregunté que por qué no lo había hecho. Su
respuesta fue que me había puesto un mensaje por esa conocida aplicación de
mensajería rápida que la inmensa mayoría de usuarios de telefonía móvil tiene
descargada. Y en efecto, así era: "Mamá, duermo con X, no me llames que se
me está acabando la batería".
¿Qué había pasado? Pues que su mensaje se había perdido
debajo de una montaña de notificaciones, unas necesarias, como la de su hermana
advirtiendo de algo similar o la de unas amigas con las que había quedado esa
noche y me decían el lugar exacto de la cita, y la mayoría completamente
superfluas y absurdas: el enésimo mensaje sobre lo que ganan los ministros y lo
que cobran los jubilados (que sí, que es sangrante, pero lo sé de sobra y no
necesito que me lo envíen cuarenta contactos al mismo tiempo); la cadena que ni
después de haberme bebido Jerez, los Puertos y la Rioja juntos voy a pasar
sobre lo estupenda que estamos las mujeres después de los cuarenta o esa otra,
que ya ni tras haber acabado con todo el suministro de absenta de los
ejércitos de Luis Felipe de Francia reenviaría, para que San Cucufato o el
santo que sea me dé suerte; el mismo chiste facilón y tonto que te envían todos
aquellos que se creen muy chistosos y que todavía no se han enterado de en qué
parte de su anatomía tienen la gracia ni de que ese tipo de cosas en vez de una
sonrisa pueden sacar lo peor de mí; bulos varios, a los que a estas alturas ningún adulto debería dar crédito; invitaciones masivas enviadas
a troche y moche a toda la lista de contactos para actos a los que no voy a
asistir, primero porque no tengo tiempo y segundo porque ya sólo respondo a
invitaciones personalizadas en las que alguien se molesta al menos en escribir
mi nombre y un "me gustaría que me acompañaras"; y hasta un poema de
alguien que debe pensar que todos aquellos de cuyos números de teléfono dispone
no pueden pasar sin su última ocurrencia.
Y es que creo que con tanta mensajería y tanta aplicación
hemos perdido el norte y las formas. En el año 2004, una convocatoria por SMS
desenmascaró las mentiras de un gobierno e hizo que un partido perdiera las
elecciones, y la Primavera Árabe no habría tenido lugar sin esa novedosa forma
de comunicación que son los dispositivos móviles, ejemplos que ponen de
manifiesto el poder que pueden llegar a tener tales herramientas. Pero,
desgraciadamente, con ese poder ha pasado lo mismo que con el amor al que
cantaba "La más grande": que se ha roto de tanto usarlo. Hace unos
años, un SMS costaba dinero por lo que enviarlos a cascoporro podía significar
un susto morrocotudo al recibir la factura de la compañía, así que la gente se
lo pensaba dos veces y sólo mandaba aquello que verdaderamente era necesario. Si recibías una convocatoria,
tenías la certeza de que el asunto merecía la pena y más si llegaba de la mano
de más de un contacto. Pero ahora, lo más seguro es que, lo mismo que ocurrió
con el mensaje sabatino de mi hijo, ni siquiera lo vieras porque se perdería en
medio de capas y capas de hojarasca inútil, de advertencias que llevan meses
circulando, de historietas gastadas y de una surtida variedad de homenajes al
ego.
Y es que no acabamos
de aprender. Cuando, a inicios de la centuria, el personal empezaba a acceder a
la red, había que temer a aquellos amigos que se estrenaban en las ciberlides
del correo electrónico pues, con la furia del converso, no paraban de reenviar
todo aquello que caía en sus bandejas de entrada, desde la famosa lista en
defensa de la libertad de vestimenta de las mujeres afganas (que resultó ser
una estafa para recoger direcciones de correo) hasta los ya obsoletos power
point con imágenes y música evocadoras y textos para hacer pensar, que a mí me
resultaban un trasunto digital de los póster de mi adolescencia. Por fortuna,
el fervor los abandonaba pronto y poco a poco, notabas cómo sus envíos comenzaban
a decaer y podías descansar hasta que otro conocido tomaba el relevo. La
normalización de esta forma de comunicación y el hecho de que ahora hasta mis
gatas tengan una cuenta de correo han hecho, venturosamente, desparecer este
fenómeno y ya sólo ciertas empresas hacen esos molestos y poco deseados envíos.
Pero no cantemos
victoria porque quien nace pesado se muere jartible y si no da
la lata por un sitio, pues se va a darla por otro que es todavía peor. Antes,
para mandar un correo, había que esperar la hora de la tarifa plana, sentarse
delante del ordenador, abrir la cuenta y buscar aquello con lo que hacerse por
milésima vez en la semana presente a los amigos. Ahora todo es más simple
porque el dispositivo móvil nos acompaña a todas partes y para muchos, el guasap,
que tiene guasa, se ha convertido en la distracción favorita mientras van en el
autobús o esperan la cola en el supermercado. Y eso por no hablar de los
grupos, que como las armas, los carga el diablo.
En mi opinión, sólo
se trata de algo tan simple, pero al mismo tiempo tan escaso, como la sensatez
y la cordura. Si no me invitas a una cervecita para de paso contarme el último chiste que
has oído, si no te tomas un tiempo para llamarme por teléfono y comunicarme
personalmente que haces una actividad, si no te paras a comentar conmigo lo mal
que va el mundo, lo corrupto que son nuestros políticos o la injusticia que se
está cometiendo con nuestros mayores, si no me dices, a mí, por mi nombre y
mirándome a los ojos lo importante que soy para ti y que me consideras un ser
especial, por favor, deja de darle al pulgar para mandarme la misma historia
que a todos los que están en el elenco de tu celular. Si quieres difundir todo
eso, ponlo en tus redes sociales o imprime carteles y pégalos por tu barrio o haz
pasquines, pero, por favor, deja de martillearme con lo mismo que me martillean
cincuenta, que no necesito ni que me digas lo mal que está el mundo, que ya lo
sé, ni que me cuentes la última gracieta que corre por las redes, y que lo
mismo a mí puñetera la gracia que me hace, ni que me digas que soy lo mismo de
especial que son todos aquellos que un día te dieron su número de teléfono.
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