Casi dieciocho años separan estas dos fotografías. En la primera, allá por el apenas comenzado otoño de 1996, posaba como recién estrenada madre con mi hijo de pocos días, que pasaba las horas entre mi regazo y mi pecho; ese ser diminuto y dependiente al que tan mío sentía que nada más el pensamiento de que crecería, sería niño, después adolescente y un día se escaparía de entre mis brazos me hacía estremecer.
Hoy Samir, mi Samirín, es ese guapísimo (y no es pasión de madre) joven que en la segunda fotografía posa al lado de su padre y mío en la que fue su fiesta de graduación como bachiller, el flamante universitario futuro historiador que hace unos días se incorporó a las aulas de la Facultad de Historia, nuestro tirador de esgrima al que, ¿quién sabe?, lo mismo vemos en algún podium internacional, pero sobre todo mi niño de la noche que me preguntaba inocente si él no tenía poemas, el pequeño filósofo inconformista al que los interrogantes desde muy pronto asaetearon, el que todavía se refugia en mi abrazo cuando vienen fuertes las mareas, mi hijo, el mejor premio, junto a su hermana, que me ha dado la vida.
25 de septiembre, una de la noche: hace una hora que, según la ley, mi hijo es mayor de edad, aunque hasta las once y veinticinco de la mañana, momento exacto de su natalicio, quiero pensar que todavía es mi niño, que son las últimas horas de retenerlo antes del vuelo, ese que en realidad ya ha emprendido, por más que todavía no lo aleje demasiado del nido.
Por eso hoy, Samir, mi regalo quiere ir en forma de poema.
Hoy quiero estar contigo
y ver la seda quebrada en tu
crisálida
mientras despliegas al viento
las alas que para ti los años
tejieran.
Hoy quiero contarte que aunque
este mundo,
deshilachado y roto en heridas
purulentas,
se quiebre y desmorone ante tus
ojos,
no debes jamás ceder al desaliento.
No nubles nunca la mirada
con la niebla gris de la
desolación,
sino busca en lo más hondo de tu
espíritu
la llama que lo prende y que lo
habita,
esa que es tan tuya que tú mismo
eres
y en ella te confundes y te
abrasas.
Vive la sangre nómada que te
riega
transitando las fronteras de la
noche,
que camino eres, instante y
alborada,
ave fénix, ceniza y fuego.
Sumérgete en el lodo de la
tierra,
inúndate con el frescor de los
prados,
y báñate en la mar de tus
ilusiones
sosteniendo la mirada al firmamento,
esfuérzate como hormiga,
pero canta como cigarra.
Busca tu dignidad en la dignidad
de todos,
tu futuro en el porvenir del
orbe,
que la justicia sea tu espada
y tu combate la solidaridad.
Mas no renuncies a la alegría,
que para ella te engendró mi
entraña.
Celebra la vida, aun entre
pesares,
sí, hijo mío, celébrala con gozo,
bébete a sorbos su agua
cristalina
a sabiendas de su frágil
grandeza.
Pero aunque toques el cielo con
tus dedos,
y llegues a acariciar el fulgor
de una estrella,
por más que seas águila de altos
vuelos,
sabes que mi regazo es para ti
cálida acogida,
niño mío, Samir, para acunarte.